Época: Irán
Inicio: Año 600 A. C.
Fin: Año 334 D.C.

Antecedente:
Medos y persas en el Irán
Siguientes:
Arquitectura funeraria

(C) Joaquín Córdoba Zoilo



Comentario

En el documento del palacio de Susa, además de informarnos sobre la procedencia de las materias primas utilizadas y los artistas y artesanos implicados, Darío I dejó memoria de un dato que recobra ahora todo su interés. Cuenta el monarca que antes de comenzar se cavó la tierra hasta encontrar la roca madre. Que tal excavación necesitó profundizar entre 40 y 20 codos -de 20 a 10 m, más o menos-, según lugares y, en fin, que luego se echaron guijarros como cimientos. Si ello fue exactamente así, los maestros persas demostraron unos excelentes conocimientos y un buen asesoramiento, si es que lo precisaban. Algo que estamos lejos de garantizar.
La arquitectura persa es, como ya hemos hecho notar, un arte monárquico, en el sentido de que casi la totalidad de sus realizaciones está ligada directa o indirectamente con la realeza. Dice H. Frankfort que no carece de interés observar las huellas de influencia extranjera, porque la novedad de las obras en las que se integran destaca así. Y cita que, concretamente en los palacios, se recogen distintos usos mesopotámicos como la construcción sobre terrazas artificiales, los muros de adobe embellecidos a veces con relieves pétreos o ladrillos vidriados y las entradas con toros de protección. Distinta procedencia tendría, en su opinión, el remate de las puertas mediante un caveto egipcio que descansa sobre una moldura de ovas, de aliento griego. Y en fin, serían más propios los capiteles -desconocidos fuera del ámbito persa-, la altura y cantidad de las columnas y los relieves en sí mismos.

Qué duda cabe que la aportación extranjera es incuestionable, pero de ningún modo podemos obviar lo propio y el nivel alcanzado por la interpretación dada a los préstamos. Como dice A. Godard, los palacios no son más que el tipo de casa del país agrandado y multiplicado hasta lo inverosímil: casas de adobe con columnas de madera en el interior y el pórtico apoyado en soportes de piedra. Pero como en la plataforma de Pasargada las piedras presentan marcas de los canteros de Sardes, se piensa que el paso del adobe y la madera a una gran edificación real, necesitó la colaboración de especialistas: los canteros de Jonia y Sardes, al menos para obtener una gran calidad. R. N. Frye insistió en la procedencia lidia del trabajo en la acrópolis, y ve el influjo del oeste también en la tumba de Ciro. Pero ninguna de estas evidencias niega el papel persa y la evolución propia. Si recordamos las salas de columnas de madera de Nus-i Yan o Godin Tépé, no nos asombrará saber que como constató D. Stronach, en Pasargada sólo la basa y la parte inferior del fuste eran de piedra. El resto, hasta el capitel, debía ser de madera. Ni tampoco la fantástica creación de las grandes apadanas. En todo vemos pasos, evolución y cumbre.

En la arquitectura palatina existía un proyecto global desde el principio. Citando a E. Herzfeld, H. Frankfort dice que Pasargada, el primer palacio destacado, conservaba todavía el carácter de un asentamiento de jefe nómada. Pero ello es erróneo, pues como D. Stronach demuestra, la colocación de los tres edificios y su orientación revelan su relación con el plano urbanístico querido por los arquitectos y cuyo centro eran los grandes jardines; y en conjuntos como Persépolis, levantados sobre una gigantesca plataforma, cuánto más evidente resulta el proyecto arquitectónico global, con independencia de que sucesivos monarcas fueran llenando los espacios aun disponibles. En cualquier caso, los maestros buscaban perspectivas poderosas, como en el lado oeste de Persépolis, con su escalinata y gigantesca apadana. Con toda certeza, ya fueran babilonios, arameos, lidios, griegos o bactrianos los que se acercaran hasta allí, ninguno de ellos conocía algo tan grandioso, algo tan en consonancia con la majestad y el esplendor del Gran Rey.

El primero de los palacios persas fue Pasargada. Ciro mandó construirlo en la llanura regada por el río Pulvar, al este de la gran Parsua, en un lugar que incluso en verano las noches son frías. Desde lejos se divisan tres grupos de ruinas, separadas entre sí por unos 200 m. Se trata de la puerta, una sala hipóstila de 26 x 22 m, con accesos por los cuatro lados y dos filas de cuatro columnas en el interior. Las entradas principales tenían sendos toros de piedra, al estilo asirio; las otras, genios alados, pero éstos no eran meras copias, como dice D. Stronach, sino que incorporan rasgos persas, elamitas y de Levante. Más allá, al noroeste, se levantaba la Sala de las Audiencias, un gran edificio rectangular, con un gran pórtico de dos filas de 24 columnas a un lado; otros dos pórticos menores con dos filas de ocho y una más al suroeste, con dos filas de catorce. Luego, en el centro, una gran sala con dos filas de cuatro columnas. Dice D. Stronach que si en los pórticos podría argüirse influencia griega -aunque no olvidemos que estamos moviéndonos en edificios de en torno al 540 a. C.-, la sala central es incuestionablemente irania.

Y por fin el palacio principal, el más septentrional, presentaba un pórtico excepcionalmente grande, con dos filas de veinte columnas, una sala central del mismo tipo y otros departamentos construidos en adobe. Esta debió ser la residencia de Ciro en la que, fatalmente, apenas debió habitar. Los raros viajeros europeos que visitaron las ruinas de Pasargada no se dieron cuenta de que lo que ellos creían ciudad -como Adolfo Rivadeneyra escribiría en su visita al lugar el 2 de julio de 1875-, no eran sino los restos de los grandes jardines donde se inscribían los edificios, cuyas conducciones de piedra, estanques y otras instalaciones han sido analizadas no hace mucho por D. Stronach. Pasargada resulta así haber sido no tanto el campo de un rey casi nómada, como pensaba E. Herzfeld, sino el hermoso y fantástico jardín de un príncipe noble y sencillo a la vez, un conjunto que en opinión de R. N. Frye, encaja bien con el carácter de Ciro. No es extraño que no lejos de allí, casi un kilómetro al sur, sus fieles dejaron los restos de aquel héroe, fundador del imperio, en una tumba que comentaremos en breve.

Una de las grandes realizaciones de Darío fue su palacio de Susa, en cuyas ruinas trabajaron los pioneros de la arqueología irania, los esposos Marcel y Jane Dieulafoy, en el pasado siglo. Sería hacia el año 521 ó 520, cuando los arquitectos de Darío emprendieron los pasos que el documento del palacio describe. Los enormes trabajos de aterrazamiento referidos permitieron construir una plataforma de 13 Ha y 15 m de altura que dominaba la llanura. El único acceso se hacia por la puerta monumental hallada en 1972. Este edificio que, como escribe P. Amiet, podría compararse a un arco de triunfo con sala interior, fue acabado por Jerjes y decorado con dos grandes estatuas del rey de casi 3 m. El palacio comprendía un conjunto residencial al sur, con varios patios cuyo trazado recuerda al del palacio principal de Babilonia y, como aquél, estaba decorado con ladrillos esmaltados representando leones, toros alados y grifos. Al norte, la gigantesca apadana o sala de audiencias, con más pórticos de 109 m al norte, este y oeste. El techo de la sala aparecía sostenido por 36 columnas estriadas de 20 m con gigantescos capiteles de prótornos de toro, de 5,52 m de altura. Una escalinata, réplica de la de Persépolis según Amiet, se decoraría con el célebre friso de los arqueros.

Pasargada y Susa son dos conjuntos ambiciosos, llenos de detalles de grandeza y espíritu persas. Pero donde mejor se plasmaron las virtudes del arte aqueménida no fue allí, o acaso no solo allí, sino en el corazón de la Parsua, en un lugar que los aqueménidas llamaron Parsa y los griegos Persépolis.

En el año 518 a. C. Darío I, Rey de Reyes por la voluntad de Ahura Mazda, comenzó a levantar allí lo que, en opinión de R. Gihrshman, venía a ser un canto al sentimiento nacional, fortalecido por la unión de medos y persas y basado en el gobierno justo sobre los pueblos que formaban el imperio. Tan gigantesca empresa, continuada por Jerjes y Artajerjes por lo menos, parece no haber sido conocida por los autores clásicos. R. Ghirshman pensaba que este lugar se concibió sólo para celebrar el año nuevo, una fiesta en la que todos los pueblos del imperio se reunían para depositar sus ofrendas ante el Gran Rey y renovarle su fidelidad. Por esa razón, ningún extranjero -ni siquiera Ctesias, recuerda R. Ghirsham- debió llegar a verlo. Pero lo cierto es que tampoco podemos aún garantizar que fuera ese su único destino.

Frente a la inmensa llanura de Marwdast, en parte apoyada en las rocas de la montaña de Kuh-i Rahmat, se levantó una gigantesca plataforma de unos 15 m de altura, 450 x 270 m de lado y 13 ha de superficie, construida por grandes piedras, rectangulares las mayores o de formas distintas, pero ajustadas en seco, sin mortero alguno. Desde la llanura, cuando los representantes de los pueblos del imperio fijaran sus tiendas a la espera de la gran recepción, el espectáculo abierto ante ellos debía ser formidable. A la izquierda, la gran escalinata de cuatro tramos que llevaba a la puerta de Jerjes, con sus toros androcéfalos alados. En el centro de la vista, la maravillosa apadana con columnas de 19 m que, sumada a los 15 m de la plataforma, debían resultar de un efecto anonadante. A la derecha, el palacio de Darío y otros recintos. Al fondo, por fin, la parte superior de más edificios y la montaña.

El acceso al conjunto palatino se hacía por la gran escalinata del oeste, de escalones muy anchos y poco pronunciados, pensada probablemente para permitir la subida de los caballos. Luego, una vez en la plataforma, era preciso entrar por la puerta de Todos los Países, edificio que comenzó Darío y acabó Jerjes. En ambos frentes, dos enormes toros -hacia fuera- y dos toros androcéfalos -hacia el interior de la plataforma- flanqueaban las puertas oeste y este. Por la sur se salía a un patio donde se levantaba la apadana. Edificada sobre otra plataforma a la que se subía por escalinatas semejantes y de muros cuajados de relieves, la apadana era un gran edificio de cuatro torres en las esquinas, tres pórticos de dos filas de 6 columnas cada una y una inmensa sala cubierta de 60 m de lado. Las columnas con estrías y capiteles de prótornos alcanzaban los 19 m de altura.

Detrás de la apadana se levantaba el mucho más sencillo palacio de Darío y una sala de audiencias. Más al este, Jerjes primero y Artajerjes después, construyeron la célebre sala de las 100 columnas y otra serie de edificios. El complejo del tesoro, sin embargo, situado en el ángulo sureste y apoyado casi en la montaña, es obra de Darío.

En resumen, y como concluye E. Porada, Persépolis proporcionó a la arquitectura aqueménida la sala hipóstila cuadrada, el zócalo como base de edificios importantes y cavetos en los dinteles de las puertas de piedra. La perfección y la belleza no están exentas de curiosas impurezas técnicas señaladas por H. Frankfort. Por ejemplo, los marcos de piedra de puertas y ventanas no se hicieron de cuatro piezas, sino a veces de una sola o de una hasta la mitad; los escalones no se hicieron de modo normalizado y, en fin, los tambores de las columnas no tienen la misma altura. Sin embargo, la talla de basas con flores y hojas, las estrías y los capiteles con prótornos de toro, leones o grifos y volutas son de lo mejor del arte antiguo.